CAPÍTULO
XXVIII: Caminos
El temprano movimiento en la iglesia de San Lázaro, había
llevado a más de un curioso a contemplar la llegada de los invitados a la
ceremonia con que Eloísa y Fernando unirían su futuro. El escaso tiempo con que
contaron sus familias para los preparativos, no sirvió de excusa a sus madres; que
haciendo gala de sus gustos se empeñaron en conseguir todo lo dispuesto unos días
antes del plazo. La sencillez alcanzada, recogió, aún en contra de la opinión
de ellas, el anhelo de los novios. El pasillo principal, que a esa hora se veía
iluminado por el sol, conducía un camino adornado por telas y flores blancas;
frente al altar, el espacio reservado para los novios había sido ocupado a la
hora indicada.
El nerviosismo que había acompañado a Eloísa desde que
saliera de casa se disipó una vez que su mano fue recibida por Fernando. Reconocer
a muchas personas que consideraba importante en su vida la reconfortó mientras avanzaba
hacia él.
Las sonrisas cómplices, que no consiguieron alejar
durante toda la reunión, se hicieron más notorias cuando el sacerdote oficializó
su enlace. Con la bendición recibida, a medida que se alejaban del altar, alguno
de los asistentes, los más cercanos a la puerta, se apostaron en la salida de
la iglesia para cumplir con una de las muchas tradiciones que podría asegurarles
un futuro próspero y feliz.
Para el círculo cercano de la familia Sotomayor fue todo
un descubrimiento la renuncia de Eloísa. Ya en las mentes con menor grado
especulativo se había asentado la idea que aquella muchachita callada y seria,
se quedaría para vestir Santos; no podían siquiera imaginar la razón que la
propia Eloísa podría haberles dado unos meses atrás. Sosteniéndose en aquel
pensamiento, tan popular a esa altura, muchos se acercaron a sus padres para darles
a conocer la buena elección de su hija. No cabe duda que en su mayoría podrían
ser madres envidiosas, anhelantes de un mejor futuro para sus hijas; dispuestas
a tranzar con el hermano del novio.
Carlos, analizando en cómo abordar a Jane, se encontraba
ajeno a otros pensamientos. Los suyos venían gestándose días atrás, cuando Gerardo
lo hacía participe de sus tantas excusas para visitar la casa de su abuelo.
Poco a poco fue entregándose a la extraña sensación que la señorita Domínguez
producía en él; porque, sin contar el día en que fueron presentados, deseaba
sorprenderla. Le encantaba el titubeo que conducía a Jane cuando se presentaba
en la casa; la máscara de indiferencia que veía caer al alentar una sonrisa.
Al tiempo que encontró fascinación en una personalidad
tan distinta a la suya; la actitud de ella, incluida las sonrisas, la convertían
en inalcanzable. Su comportamiento se había tornado incomprensible; los últimos
días le buscaba como una especie de acompañante silencioso del que no se
esperaba una utilidad distinta a la de un sombrero u otra prenda que puede
entregar seguridad al atuendo de una mujer.
Para Ema la aparición repentina de su esposo la
inquietaba, más por la insistente solicitud de saber el destino de todos los
integrantes de la familia; que por su entusiasmo de hacerse notar en la
sociedad que, según él, le tenía un espacio reservado desde siempre.
Frente a los ojos atentos de la señora Isidora el cambio
producido en sus dos hijas mayores no tardó en manifestarse, la angustia de una
guardaba el mismo desasosiego que en la otra; notando en la actitud de su
desconocido yerno una inusual desproporción frente al porvenir de Jane. La
infelicidad percibida no tardó en encaminarse. Decidida a conocer hasta el
último detalle solicitó informes de la vida que llevaron sus hijas fuera del
hogar. Y como las finanzas era lo menos significativo en todo el asunto, los reportes
recibidos no fueron de utilidad.
En virtud de que si se busca, por lo general, se
encuentra… el interrogatorio al que había sometido a Jane la noche anterior
tuvo sus frutos con un mínimo esfuerzo. Escuchar todo por lo que habían pasado
sus hijas acrecentó la desconfianza que sentía por Daniel. Como decisión
inicial adoptó el firme propósito de separarlos. Ema no podía seguir unida a un
hombre que con sus actos no hacía más que ofenderla; un hombre con incapacidad
para limitarse, que solo buscaba satisfacer sus deseos y que trataba de orillar
al infortunio a la hermana de su esposa.
Con el simple hecho de abandonar la ignorancia, la
ventaja que llevaba la señora Isidora por sobre su yerno era abismante. Sin que
Daniel imaginara el verdadero significado de las deferencias que recibía, ella
había comenzado a preparar el camino que tendría a bien recorrer el resto de la
vida una vez que le presentara las opciones.
El secreto que atormentaba a Jane, finalmente, encontró
con quien descansar. Y si bien comprendía las consecuencias, encontrar un apoyo
alivianó su carga. Actuar con libertad frente a Carlos ya no era un deseo
lejano; en su interior, albergaba la esperanza de encontrar correspondencia a
sus sentimientos. Pensando que unas horas harían la diferencia trató de varias
formas en desprenderse del brazo de su madre que insistía en mantenerla a su
lado. Encontrar la ocasión requirió de paciencia y un empeño algo infantil; el
insistir con muecas de niña regañada fue la tarea que emprendió desde el
momento en que lo ubicó al otro lado de la iglesia.
La sorpresa con que Carlos recibió la inusual alegría de
Jane, motivó que una sonrisa alejara la necesidad de las palabras. Sin embargo,
que tal acontecimiento se hubiese dado en un lugar público, fue un hecho que
lamentaron ambos.
De los escasos asistentes que aún permanecían dentro de
la Iglesia, que Julia y Gerardo fuesen uno de ellos no causaba extrañeza en
ninguno de los dos. A Julia, le bastó leer la carta para disipar el enfado que le
produjo el no disfrutar de la ceremonia debido a la irrupción de Gerardo en un
momento tan importante para su amiga. La mirada que él solicitaba requería de
valor; al cual estaba segura de alcanzar solo con el tiempo y una vez que la
inexplicable postergación de contar todo lo sucedido a la señora Isidora
llegara a su fin aquella noche. Sin tener claro cómo afrontar la situación, se
acercó a Gerardo; quien debió frenar el impulso de abrazarla luego de escuchar
una confesión que se igualaba con la suya respecto al sentimiento que les unía.
No es que en esencia se les pudiera tachar de egoístas a los
novios, pero si hubiesen tenido conocimiento de los nuevos lazos tejidos
alrededor de los suyos, no podrían haber sentido mayor felicidad que la
obtenida con el inicio del viaje que habían decidido emprender.